Por
José Antonio Díaz
Continuación comercial, aunque a la vez precuela,
de las dos entregas de La momia, sorprendente éxito de
los dos veranos pasados, El Rey Escorpión no reúne los
mínimos requisitos artísticos como para que merezca un comentario
excesivamente en serio. Si los que tienen la sartén por el mango
de la producción y distribución internacional no tienen reparos,
aprovechando su situación casi monopolística, en inundar las
salas comerciales con productos sin el más mínimo rigor cinematográfico,
los medios de comunicación en lugar de hacerles el juego en
su promoción de una forma tan papanatas no deberían prestarle
más atención que la que se presta a un producto de fabricación
en serie y calidad televisiva que va a cosechar una gran taquilla
a costa de la audiencia con menor criterio. Porque, pese a su
tremendo éxito en los Estados Unidos, o precisamente por ello,
El Rey Escorpión no es más que una película con alma
de serie Z: simple, maníquea y rancia hasta decir basta.
Sintomáticamente
protagonizada por un ídolo de la circense lucha libre que tiene
tanto éxito en los Estados Unidos y concebida exclusivamente
como un espectáculo de acción, cuando no de violencia, gratuito
(porque nos gusta y punto), el sutilísimo argumento de El
Rey Escorpión consiste en el complejísimo esquema de un
malo malísimo que está conquistando el milenario mundo antiguo
a sangre y fuego, y otro bueno buenísimo que decide enfrentarse
a él, por los mismos medios, para defender la libertad de las
tribus (¿contendrá esto un subliminal mensaje nacionalista y
multiculturalista? ¿Hasta estos extremos habrá llegado la corrección
política de los grandes estudios norteamericanos?).
Y eso es todo. Es decir, todo el planteamiento,
porque el desarrollo no es más que la sucesión de interminables
y previsibles batallitas infantiles, plenas de efectos especiales,
visuales y de sonido, a modo de modernos juegos de ordenador
(las consolas mandan entre la clientela de estos productos),
en las que lo único importante parece ser el número de imágenes
impactantes por minuto, aunque ello no deje tiempo ni resuello
al espectador no ya para pensar lo que está viendo sino ni siquiera
para saber qué están haciendo exactamente los personajes cuyos
movimientos se despliegan ante sus ojos.
Como espectáculo parece conseguir todo lo que
se propone, amén de resultar superficialmente ameno, en el sentido
de distraer el mayor tiempo posible la vista de otras atenciones.
Pero dramáticamente, como ficción, de infantil y simple que
es no hay por dónde coger a esta película que, de existir un
mercado de la distribución con competencia real y una audiencia
adulta tan mayoritaria como la adolescente, no habría pasado
de las estanterías de los videoclubs.
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