Por
Javier Pulido Samper
Ahora que se hablará ad nauseam sobre
adaptaciones de cómics de la Marvel a la gran pantalla, uno
tiene la tentación de establecer una analogía. Quien esto escribe
recuerda haber devorado cómics de la editorial desde que tiene
uso de razón. Y recuerda haberlos defendido a muerte hasta que,
en medio de una sequía de guionistas y buenas historias, se
recurre al dibujo epatante de Jim Lee y demás estetas de la
viñeta, siguiendo la estela de la, por aquel entonces, nueva
editorial Image. Después de meses de explosivos dibujos multicolores
y predominancia de la imagen por encima de todo, el lector le
acaba viendo las orejas al lobo y prefiere dilapidar el dinero
en otros menesteres. Marvel pierde miles de lectores y se replantea
su situación, volviendo finalmente a los modelos clásicos.
A
determinado cine francés de los últimos tiempos le sucede algo
parecido. Tras el reconocimiento mundial de los (notables) hallazgos
visuales de Jean-Pierre Jeunet en producciones tan originales
como Amélie o La ciudad de los niños perdidos,
en nuestro país vecino se han dado cuenta de que no pueden perder
el tiempo exportando la filmografía completa de Rivette. El
éxito de taquilla francés debe rendir culto a la imagen espectacular
y respirar en función de los millones de espectadores que han
acudido a ver la producción de turno. En este cajón de sastre
caben desde la sobrevalorada Vidocq al delirio surrealista
de El pacto de los lobos, de las que uno no recuerda
con el tiempo más que los euros abonados a la entrada de cine.
Y si las autoridades francesas alardean del estado
de salud comercial del cine galo con estas empanadas mentales,
no es de extrañar que, de tapadillo, algún avispado pretenda
rentabilizar la situación ofreciendo el enésimo producto tramposo
por si cuela. Como en el caso de la Marvel, no cuela.
Olivier Dahan ha intentado trasladar el cuento
del inmortal Perrault a imágenes, apostando por una estética
que combina las últimas tendencias del fantastique, las
referencias históricas (recurriendo a composiciones escénicas
que beben de los pintores flamencos) y el tenebrismo más rancio
de, digamos, un Mario Bava en horas bajas.
Comienza Érase una vez con aires de cuento
ruso, con una acontecimiento mágico que transforma la vida de
una familia de campesinos, pero pronto Dahan se obsesiona en
retorcer en exceso las líneas maestras del cuento original,
lo que le lleva a enfangarse en un exacerbado y excesivo deje
gótico de cartón piedra. El mundo alucinado en que Pulgarcito
(sic) y sus hermanos deben sobrevivir para encontrar de nuevo
a sus padres no es capaz de respirar por sí mismo, algo fundamental
si se quiere hacer cómplices a los espectadores de la historia,
como sugiere la voz en off del propio protagonista. Y ello pese
a los relativos hallazgos visuales, como el representar escenarios
naturales con lienzos, como hiciera recientemente Rohmer en
La inglesa y el duque, con resultados notablemente superiores.
Al realizador galo le viene grande el proyecto,
pues no es capaz en ningún momento de resolver la disyuntiva
entre asesinar el espíritu del cuento o guardarle fidelidad.
Así, el "Pulgarcito" de Dahan resulta demasiado siniestro
para el público infantil (ogros degollando a sus hijas, padres
que abandonan deliberadamente a sus hijos en un bosque, etc.),
pero demasiado esquemático y ramplón para aquel que acuda a
la proyección movido por una mínima curiosidad intelectual.
Por si fuera poco, Érase una vez presenta unas
arritmias de metraje desmesuradas, y tras una introducción excesivamente
larga, plagada de clichés y repeticiones, el filme concluye
por la vía rápida del tijeretazo. Un final almibarado totalmente
incongruente con formas (ahora sí) de cuento clásico que no
guarda relación con la opción formal del realizador galo.
En Existenz, la muy decepcionante película
de Cronemberg, el director canadiense realiza un requiebro formal
en los últimos minutos de metraje que le hace autoexcusarse
frente a las múltiples torpezas cometidas en la cinta: hemos
asistido a un videojuego, y por ello no se debe dar mayor importancia
a personajes planos y tramas imposibles. Por las mismas razones
cualquier crítica que atacase la anemia narrativa de Érase
una vez, se vería contrarrestada con la excusa de que un
cuento, aunque sea chino como este, no tiene porque responder
a patrones fílmicos. Si aceptan consejos, y quieren disfrutar
de cuentos subversivos, recuperen The Gorgon, del maestro
Terence Fisher. Si lo que desean es una hora y media de aventuras
y final feliz, alquilen La princesa prometida....y si
han tenido la mala suerte de toparse con Érase una vez,
no hay mejor antídoto que recurrir a los cuentos originales
de Perrault.
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