Por
Juan Antonio Bermúdez
Como El último de Murnau, Vincent, el
protagonista de El empleo del tiempo, pierde su trabajo
pero se empeña angustiosamente en mantener las apariencias de
su vida profesional delante de la familia y los amigos. Tres
cuartos de siglo largos hay entre estas dos películas y sus
dos antihéroes pertenecen a clases y sociedades muy distintas
(aquél era un pobre conserje jubilado al que la vejez le arrebataba
los galones de su uniforme; éste es un ejecutivo bien situado
que abandona su puesto por apatía), pero en el fondo de ambas
late el mito moderno del vivir para trabajar, de la realización
por el trabajo como decisivo calibre del éxito o el fracaso
de una vida.
Después
de su aclamada ópera prima, Recursos humanos (1999),
Laurent Cantet incide en un retrato amargo y sin concesiones
de las relaciones laborales en la sociedad actual, proyectado
sobre personajes que viven extremos conflictos entre su trabajo
y su vida afectiva. Junto a la vía más abiertamente militante
de otros destacados cronistas políticos del cine europeo contemporáneo
como Ken Loach o Robert Guédiguian, Cantet apunta aquí
de forma sutil hacia la perversidad de las enfermedades sociales
derivadas del empleo (o el desempleo), aunque abre una brecha
en una zona más alta de la escala social, consiguiendo así si
cabe una mayor conmoción.
Pesa sobre todo el filme un cierto estatismo
(que en su exceso es uno de los pocos reproches que puede hacérsele),
un buscado ralentí que guía y encierra al espectador en la misma
calleja sin salida en la que vemos al protagonistas desde las
primeras escenas.
Y pesa especialmente la sombra del suceso que
la inspira, la historia de un ejecutivo parisino que asesinó
a su familia tras mantenerla engañada durante años fingiendo
que aún conservaba su puesto de trabajo. Circula esta terrible
peripecia en cada plano como una acechanza, como un espanto
que los guionistas (Robin Campillo y el mismo Cantet) saben
insinuar y esquivar magistralmente para evitar la obviedad y
la tentación de una salida escandalosamente fácil.
Lejos de eso, hay una disección casi científica
de las emociones, recurso estético y ético al mismo tiempo,
que sitúa al espectador al borde de un cotidiano desgarro, de
un abismo demasiado cercano y reconocible.
|