Por David
Montero
Es difícil acertar, sencillamente
porque no hay fórmula. Los grandes estudios norteamericanos,
como la Disney, contratan a los mejores creativos que encuentran
y los ponen a devanarse los sesos frente a la pantalla del ordenador,
a que traten de comprender la complicada mecánica de los
gustos y las audiencias, la irresoluble ecuación del éxito.
Sin embargo, el caos aparece con la fidelidad de las fechas en
el calendario y entonces el asunto se convierte en una arriesgada
loteria con fuertes sumas en juego. ¿Qué resultará
más rentable en este preciso momento? ¿Quieren los
niños risas contagiosas o sonrisas emocionadas?
Disney
solía acertar, pero un día se torció el camino
de la rentabilidad, apareció el ogro de la "Dreamworks"
y desde entonces los descendientes del viejo Walt andan dando
palos de ciego, esperando que un acierto los vuelva a poner en
la senda del negocio. El camino se perdió tras Aladdin.
Entonces Disney sorprendió a propios y a extraños
pasando a los secundarios a primer plano, dando el protagonismo
a un genio de la lámpara alocado, divertido e inteligentemente
ingenioso, que se colocaba incluso por encima del protagonista
Aladdin, un personaje mucho más chato y predecible. Después
llegó El Rey León y las aguas volvieron a
su cauce, de nuevo todo se basaba en un drama lírico que,
esta vez sí funcionó, a pesar de que ya se vislumbraba
el final de la gallina de los huevos de oro.
El Emperador y sus locuras
es un intento por recuperar el destino perdido, un inútil
afán por enmendar el error que se cometió hace unos
años. En este sentido, y analizando la película
fuera de todo el contexto empresarial, el filme recupera los mejores
esfuerzos de Disney. El protagonista es el Emperador Kuzco, un
joven arrogante y egocéntrico, que gobierna su reino como le parece.
Un día su envidiosa tutora, la malvada diosa Yzma, lo convierte
en una llama ayudada por el tontorrón Kronk. Abandonado
en la jungla, la única posibilidad que tiene Kuzco de regresar
a casa y seguir gobernando reside en un bondadoso campesino llamado
Pacha. Aunque no se llevan precisamente bien, juntos emprenden
el camino de vuelta para reconquistar el poder perdido.
La reestructuración de la
película, cuando ya estaba preparada como un drama musical,
ha transformado a El Emperador y sus locuras en una comedia
atípica, en un filme divertido y bien hecho que recupera
lo mejor de Aladdin. Ciertamente, el humor que destila
El Emperador y sus locuras se asemeja más a los
"cartoons" de la Warner que al que exhibieron anteriores
secundarios de fábrica como Timón, Pumba o el cangrejo
Sebastián en La Sirenita. El argumento del filme
funciona aquí de forma exclusiva como elemento que cohesiona
una serie de hilarantes gags muy visuales. Un ejercicio de libertad
que era necesario dentro de las férreas estructuras de
la Disney.
Pero tampoco conviene engañarse:
el mensaje moralista sigue ahí, aunque en esta ocasión
el envoltorio es mucho más atractivo, la cinta no se permite
caer en el sentimentalismo barato que durante años ha sido
marca de fábrica en la empresa y recurre a la carcajada
como la principal apuesta para atraer a niños y no tan
niños. En definitiva, cuando desaparecen las estrategias
de marketing y las grandes inversiones, lo que queda tras ver
El Emperador y sus locuras es la sensación de haber
disfrutado de una película divertida, entretenida e interesante.
Quizás es verdad que hayan llegado tarde y la Dreamworks
se haya hecho ya con el pastel de la comedia infantil, pero en
favor de la cinta yo debo decir que disfrute como un enano.
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