Por Alejandro del Pino
Abundan
los relatos cinematográficos en los que tiernos y desdichados
niños obligados a comportarse prematuramente como adultos
utilizan su imaginación y su desbordante vitalidad para
intentar enmendar un poco la precariedad económica y
afectiva en la que viven. No se trata de una elección
temática gratuita, sino de un poderoso y efectivo punto
de partida argumental que permite describir el mundo y explicar
sus miserias y sinrazones a partir de una lógica narrativa
tan ingenua como eficaz y demoledora. En esta línea se
inscribe El sueño de Valentín, el último
trabajo del realizador argentino Alejandro Agresti (El viento
se llevó lo qué, Una noche con Sabrina
Love) que obtuvo el Premio del Público en la segunda
edición del Festival de Cine de Sevilla.
Con
el trasfondo melancólico y confuso del Buenos Aires de
finales de la década de los 60, El sueño de
Valentín nos acerca al universo sentimental lleno
de miedos, deseos y fantasías de un niño solitario
de 9 años (interpretado por Rodrigo Noya) que vive con
su abuela (encarnada por Carmen Maura) y tiene dos grandes obsesiones:
reencontrase con su madre a la que no ve desde hace seis años
(o con alguna mujer joven, guapa y rubia que pueda sustituirla)
y entrenarse con ahínco para poder llegar a ser de mayor
astronauta. Además de su labor como director, Alejandro
Agresti es el responsable del guión y forma parte del
reparto con un papel breve pero clave en el desarrollo de la
trama. Interpreta al agresivo, inmaduro e intolerante padre
de Valentín, un personaje que, según el mismo
Agresti ha confesado, está inspirado en su propio progenitor.
De metraje relativamente corto (no alcanza los
90 minutos), El sueño de Valentín se puede
describir como una amable y tierna película sobre la
infancia narrada en clave de comedia agridulce. Un recorrido
sentimental, que tiene mucho de exploración autobiográfica,
donde se utiliza con inteligencia y saludable sentido del humor
un recurso dramático poco convencional: poner expresiones
y reflexiones propias de un adulto en boca de un niño.
Este recurso, remarcado por una voz en off que va narrando
la historia desde un cierto distanciamiento temporal y con un
estilo pretendidamente literario, constituye el principal hallazgo
de esta modesta y bienintencionada cinta argentina tan entrañable
como irregular.
En
este sentido, se podrían señalar algunas escenas
donde Agresti funde comicidad e impulso lírico, como
la noche de amistad y confidencias íntimas que Valentín
comparte con Rufo, un amigo pianista que vive en su calle, o
la secuencia en la que convence a un médico para que
vaya a visitar a su abuela en su propia casa. Siguiendo con
los aspectos positivos del filme, habría que reseñar
la matizada y convincente actuación que lleva a cabo
Carmen Maura, derrochando una vez más oficio y personalidad
expresiva, así como la soltura y vitalidad que demuestra
el jovencísimo Rodrigo Moya, logrando cautivar a los
espectadores gracias a su ingenua sonrisa y a su mirada bizca.
Pero más allá de su sencillez
y eficacia sentimental, El sueño de Valentín
deja una impresión de película inacabada, o, peor
aún, de trabajo resuelto de forma precipitada y sin demasiado
esmero. Carece de un guión sólido que apuntale
los distintos caminos que sugiere, hay demasiados personajes
que aparecen y desaparecen de forma caprichosa, y la resolución
en la mayor parte de las escenas es tosca y sumamente previsible.
Además, el director de El viento se llevó lo
qué no logra dotar de hondura emocional a sus personajes
(salvo a Valentín), ni desarrolla algunos aspectos argumentales
que hubiesen aportado al film algo más de complejidad
dramática y de sutileza narrativa.
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