Por
Pablo Vázquez
Cuenta Mariano Ozores en su interesante autobiografía,
"Respetable público", que la clave de su éxito ha sido tener
siempre el conocimiento exacto de lo que lo público quería y
ofrecérselo como un regalo, desnudo de antipáticos adornos de
autor. Jesús Bonilla, en su primera película tras una larga
carrera como actor más o menos de culto (¿hay actores de culto
en España?), ha seguido a pies juntillas las enseñanzas del
maestro y hay que reconocer que no le ha ido del todo mal.
El
oro de Moscú es, ante todo, una película con el noble propósito
de divertir, cuya ocasional chusquería formal y narrativa no
molesta porque el buen rollo funciona, transmite, en fin, logra
hacer reir. Encuadrada dentro de la neopicaresca española, cada
vez más cerca de Risi que de Berlanga, ofrece un atropellado
y a duras penas coherente recital de gags gruesos, cameos, situaciones
de "Noche de fiesta", equívocos más o menos divertidos y tal
vez lo más destacable, incorrectísimos gags sobre negros y gays,
con un alma de algarabía telecinquera (no sólo el T5 de "Crónicas
marcianas", "Hotel glamour" o "El informal" sino también el
de las inolvidables Mama Chicho) en verdad contagiosa.
Apoyada en un plantel de actores, desde unos
Segura y Bonilla que funcionan como versión corregida y actualizada
de los clásico Esteso y Pajares a un incontable desfile de gigantescos
secundarios (todos; Resines, Landa, Velasco, Chiquito de la
Calzada), la película recupera además la nunca enterrada tradición
del inefable autor de Yo hice a Roque III: aquí están
de nuevo su obsesión por el avasallamiento de los poderosos
a los débiles, sus chistes al borde la misoginia (memorable,
por anacrónica, la broma a costa de Pajares y su secretaria),
su habilidad para las situaciones corales y el empleo de los
secundarios y por supuesto, hasta su gratuita publicidad en
primer plano.
Voluntariamente más pequeña que los dos Torrentes
de Segura y también de la cima del vitriolo negro patrio llamada
Marujas asesinas, El oro de Moscú demanda incluso más
disparate y caos, más personajes y situaciones y menos trama,
lo que perjudica un desenlace sin gas, en el que el clímax,
en el caso de existir, se quema tan rápido como el sofrito del
personaje de Landa. Tras una hora de ofrecer chistes sin preocuparse
por la hondura emocional de sus personajes ( al contrario de
Risi, Rebollo y a veces hasta Ozores), la película parece balbucear
una coartada de respetabilidad y busca su sombra con cierta
torpeza en Mario Monicelli y el Forqué de Atraco a las tres.
Aunque yo recuerdo unas cuentas aventurillas pícaras yanquis
e italianas mucho menos afortunadas, demasiado reciente queda
la magnífica, y para mí ya clásica, El robo más grande jamás
contado de Daniel Monzón, frente a la cual esta simpática
broma poco tiene que hacer.
Por lo demás, El oro de Moscú presenta
a Bonilla como un prometedor y ya estimable forjador de comedias
populares, de esos magos que saben cómo buscar las cosquillas
de sus gentes sin necesitad de invitarle a unas cañas. Sólo
dos cosas más -las últimas- que reprochar a su película. Primero,
la sobredosis de minutado lima un poco su pretendido ritmo frenético.
Segundo y más importante, algo que el maestro Ozores nunca hubiera
permitido: Neus Asensi y María Barranco se quedan sin sus escenas
de top-less, imprescindibles para el tono general y el sentido
de la narración misma, a través de cual hubieran demostrado
que nada tienen que envidiar a África Pratts y Roxana Dipré.
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