Por
Alejandro del Pino
Bajo una lluvia torrencial del estío
bonaerense, Jorge (Ricardo Darín) se tropieza con un
rostro femenino (Laura, interpretada por Soledad Villamil)
que ha bajado la ventana de un taxi para dejarse empapar por
el agua. Un rostro que volverá a buscar y a encontrar
una y otra vez durante más de dos décadas en
un contexto político y social en el que todo, como
el amor, como la lluvia, se transforma para que nada cambie.
Un cartel de Cortázar cuelga de la pared de su departamento
de escritor fracasado que sobrevive escribiendo cuentos románticos
para una revista de actualidad en cuya redacción se
cristalizan las grandes miserias y pequeñas glorias
de la sociedad argentina: desde la censura política
de la dictadura militar a la hipocresía económica
y social de las democracias capitalistas, pasando por el absurdo
revulsivo patriótico de la guerra de las Malvinas (tan
lejos, tan cerca).
El
mismo amor, la misma lluvia es un viejo proyecto
de Juan José Campanella que comenzó a gestarse
a principios de la década de los 80 y se rodó
finalmente en 1999, tras el paso de su director por Estados
Unidos donde realizó El niño que grito puta.
La película puede concebirse como la semilla de la
que brotó El hijo de la novia, un film mucho
más redondo y brillante que llevó a cabo con
el mismo guionista (Fernando Castets) y que un año
después de su estreno aún continúa en
la cartelera española. Existen muchas semejanzas entre
ambas cintas: intensidad dramática inteligentemente
dosificada por recursos humorísticos, una lúcida
disección del contexto social a partir de las historias
individuales de sus personajes protagonistas y secundarios
y, sobre todo, una sencillez narrativa impecable que hunde
sus raíces en el cine clásico (Campanella cita
a Frank Capra como influencia directa), pero que también
conecta con el tono rancio y sentimental de las primeras películas
de José Luis Garci.
Realizada con anterioridad a El hijo de
la novia, lo más interesante de El mismo amor,
la misma lluvia es su frescura y su sinceridad, la cercanía
y ternura con la que retrata a unos personajes abrumados por
las circunstancias que sobreviven al deterioro progresivo
de su país con bastantes penas y algún que otro
momento de gloria. El director argentino acierta también
al emplear un enfoque irónico en muchas escenas de
la película, un recurso que le permite bordear con
ingenio la sobredosis de emotividad (que a veces cae en la
cursilería) de una historia sobre un amor que perdura
a través de los años, el distanciamiento y los
avatares políticos.
El
penúltimo trabajo de Campanella tiene además
algunos momentos de gran intensidad y belleza expresiva, como
el roce de las manos de Jorge y Laura entre los barrotes de
un calabozo de la dictadura militar argentina, el cambio de
registros gestuales que logra Ricardo Darín cuando
le comunican por teléfono la muerte de un amigo (o
en su derrumbe psicológico en la escena final) o las
rebeliones de algunos personajes secundarios ante las injusticias
que sufren. Destaca a su vez el trabajo de los dos actores
protagonistas, especialmente Ricardo Darín, cuyo rostro
comienza a ser conocido en España por sus papeles en
El hijo de la novia y Nueve reinas, que dota
de enorme credibilidad, versatilidad y vigor dramático
al personaje que interpreta. También es reseñable
la actuación de Eduardo Blanco encarnando al amigo
y jefe de Jorge, un intérprete con grandes dotes cómicas
que tiene un cierto parecido físico con Roberto Benigni.
Pero más allá de las buenas
intenciones y del buen oficio de casi todo el reparto, a la
película de Campanella le sobran redundancias argumentales
y ciertos recursos efectistas. En ningún momento logra
la intensidad emocional de El hijo de la novia. Algunas
escenas claves se resuelven con escasa imaginación,
a veces se excede en la búsqueda de justificación
de las reacciones de los personajes y planea durante todo
el metraje una amenazante cursilería que a pesar de
los esfuerzos (Campanella es plenamente consciente de esa
amenaza) no se llega a superar (entre otras cosas, por la
banda sonora). Además el director de El hijo de
la novia sólo consigue dar fuerza y complejidad
narrativa al protagonista masculino, mientras el resto de
los personajes (incluidos los que interpretan Soledad Villamil
y Eduardo Blanco) están retratados con mucho respeto
y sensibilidad pero no pasan de ser estereotipos cuyos gestos
y actitudes resultan demasiado previsibles.
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