Por Alejandro del Pino
En
una de sus escenas más delirantes, El jardín de la alegría
muestra a un grupo de policías de uniforme y respetables damas
de la burguesía rural inglesa en fraternal camaradería mientras
disfrutan de una espirituosa jornada campestre como si pertenecieran
a una comuna de hippies felices de finales de la década de los
60. El humo que sale de una pira formada por kilos y kilos de
marihuana es el responsable de ese clima benigno y jovial, donde
se han superado las convenciones sociales y la tolerancia y
el buen rollo impregnan el ambiente. La planta mágica quita
pesares, anima pasiones, elimina barreras y en muchas ocasiones
provoca una risa floja tan contagiosa como inocua, aunque las
leyes vigentes se empeñan en querer demostrar lo contrario (y
a fuerza de insistencia, represión y marginación a veces lo
consiguen).
Ese
mismo efecto revitalizador y sensibilizador logra esta pequeña
y entretenida película inglesa que obtuvo el Premio del Público
en la edición del 2000 del festival de Sundance. Estrenada con
bastante retraso en España, El jardín de la alegría es
la ópera prima de Nigel Cole (que ya está finalizado su nuevo
proyecto: Calendar girls) y cuenta con la presencia de
la veterana actriz británica Brenda Blethyn (Secretos y mentiras,
Little voice), el cómico Craig Ferguson (co-autor del
guión y conocido por su papel en Born Romantic), el francés
Tcheky Karyo (Juana de Arco) y Martin Clunes (The
acid house, Shakespeare in love).
Ambientada
en la zona de Cornualles, un idílico rincón de la costa británica
con un amplio historial en contrabandistas y leyendas de piratas,
El jardín de la alegría narra la delirante mutación que
experimenta Grace Trevethan (Brenda Blethyn), una hogareña mujer
de 50 años que ha vivido sin sobresaltos en su tranquila mansión
rural dedicándose en cuerpo y alma a las labores de la casa,
el cuidado de su jardín y las apacibles veladas de té y pasta
con sus vecinas. Pero para poder sobrevivir tras la muerte de
su marido, que durante años le ha sido infiel y le ha ocultado
sus estrepitosos fracasos en los negocios, Grace tiene que dejar
de ser una ama de casa cándida e ingenua para convertirse en
una insólita traficante de marihuana. Y de paso anima la rutinaria
vida de su pueblo y de todos aquellos que tropiezan con ella
(desde un mafioso de origen francés que cae rendido ante sus
encantos a un empresario que quiere embargarle la casa).
El
jardín de la alegría es una deliciosa comedia de enredos
y personajes disparatados que se inscribe en la mejor tradición
humorística del cine británico y derrocha ingenio, vitalidad
y tolerancia, sin prescindir de pequeñas dosis de ironía maliciosa
y de un profundo desprecio por las leyes. Un relato amable y
gozoso, manejado con habilidad y buen sentido del ritmo y la
tensión cinematográfica por el debutante Nigel Cole que ha contado
con la colaboración de un reparto en estado de gracia (tanto
actores protagonistas como secundarios). Hay también en este
film británico un cuidadoso trabajo de guión y edición que consigue
integrar las escenas cómicas más delirantes (Grace vestida con
un suntuoso traje blanco vendiendo marihuana por las calles
de Londres, el abrazo entre Craig Ferguson y su novia dentro
del mar, las explosiones de luz cósmica en el laboratorio donde
se cultiva la planta....), en una trama narrativa más o menos
verosímil.
Uno
de los principales aciertos humorísticos de la cinta es su extensa
nómina de personajes secundarios tiernos y estrafalarios: desde
un pequeño traficante con pinta de macarra desfasado que se
entretiene jugando a la oca con su madre, hasta un médico burlón
muy interesado por las virtudes terapéuticas del cannabis,
pasando por dos entrañables viejecitas que regentan una tienda
de ultramarinos en Cornualles y descubren inesperadamente las
bondades de una extraña variedad de té que cultiva su amiga
Grace.
Pero
tras su humor campechano y bonachón apto para todo tipo de públicos,
El jardín de la alegría tiene cierta potencialidad subversiva
(o al menos, reivindicativa) y se puede interpretar como un
emotivo canto fílmico a la convivencia, la tolerancia y la libertad.
Un canto quizás demasiado ingenuo y lleno de tópicos, pero que
cautiva por su sencillez y su sinceridad a la hora de celebrar
las pequeñas alegrías que puede ofrecernos esa planta inofensiva
(o al menos, no más dañina que decenas de productos legales)
que sigue condenada a crecer en las zonas más recónditas y prohibidas
de jardines y terrazas.
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