Por
José Antonio Díaz
De vez en cuando el envidiado cine francés también
estrena en la cartelera española algunas películas convencionales,
por más que, en la cinematografía gala, tal carácter conlleve
un empaque ajeno a las producciones de Hollywood. Así, Decreto
inocencia, en lo que es uno de sus mayores defectos por
lo que de indefinición supone, nada entre dos aguas: las de
las películas de género, del thriller y las del tradicional
cine de autor artísticamente más ambicioso y casi consustancial
al carácter cinematográfico del país vecino.
Basada
en una de las novelas de Georges Simenon que no tiene como protagonista
al inspector Maigret, la cinta de Pierre Jolivet funde en un
sola dos historias de mucha tradición tanto en la literatura
como en el celuloide: la perdición masculina de la dignidad
y la estabilidad burguesas a causa de una femme fatale con ribetes
de Lolita. Pero Decreto inocencia está lastrada por varios
y muy variados defectos. Para empezar, la excusa argumental
para justificar el inicio de la relación de la pareja protagonista
es precisamente eso, una excusa, además de un dislate: una joven
parisina (Virgine Ledoyen) que vive en el límite entre legalidad
y la marginalidad para poder mantener el tren de vida de una
superficial y tópica independencia acaba siendo procesada por
un chapucero atraco a una joyería.
Con el agua al cuello por primera vez y sin un
franco, acude a pedir los servicios jurídicos de un prestigioso
abogado criminalista cuya tarjeta de presentación ha caído en
sus manos como consecuencia de haberle robado la cartera en
un cóctel al que previamente se había colado. Pero he aquí que
el abogado, sin más explicación no ya verbal sino ni siquiera
insinuada en imágenes, en lugar de denunciarla, ¡acepta defenderla
de la acusación mayor que pesa sobre ella sin recibir a cambio
ninguna contraprestación! Sentada la arbitrariedad dramática
en el comienzo y en el punto central del argumento, todo el
resto queda irremediablemente lastrado por la incredulidad.
En segundo lugar, los personajes, tanto los centrales
como los secundarios (las parejas previas de los dos protagonistas
de la relación detonante de la historia) están insuficientemente
perfilados, con lo que la fatalidad que tiene que derivarse
de la relación no se deduce de sus comportamientos, absolutamente
caprichosos, sino de la conciencia previa y ajena a la película
del espectador de que ya ha visto esa historia antes. Y como
la cinta es absolutamente clásica, ni siquiera hay finalmente
una sorpresa que, por lo menos por la vía directa y gruesa del
argumento, aporte una variante novedosa al tópico.
A todo lo anterior hay que añadir la falta de
la más mínima atmósfera, lo cual resulta chocante en una cinta
francesa declaradamente inscrita en el género negro. Se deduce
de sus imágenes una especie de desidia a la hora del rodaje,
una falta de cuidado en la puesta en imágenes del guión previo,
lo que hay que achacar al realizador. Sólo una inquietante banda
sonora compensa ligeramente la ausencia de densidad de unas
secuencias excesivamente ligeras y directas, enlazadas con un
evidente propósito de obtener un eficaz producto de género,
lo que luego se contradice igualmente por la falta de un ritmo
vertiginoso y de un crescendo dramático, que sería lo único
que realmente remediaría la evidente ausencia de atmósfera.
El resultado de todo lo anterior es una propuesta
manifiestamente noir sin ninguna intensidad, es decir,
una contradicción en términos. Sin que sirva de precedentes,
una serie de problemas específicos, casi técnicos, echan por
tierra un conjunto dramático sólido y de cierta entidad cuyos
problemas precisamente sólo se hacen evidentes por contraste
con las potencialidades que se le vislumbran.
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