Por
José Antonio Díaz
Después de Apocalipse now y, sobre todo,
en lo que a la industria se refiere, Platoon, con su
rosario de Oscars y concienciación generalizada incluidos, bastantes
años después de que haya pasado a mejor vida la moda de las
películas sobre la guerra de Vietnam, ¿qué sentido tiene a estas
alturas que los grandes estudios produzcan otra cinta que sólo
parece incrementar la saturación de la misma temática? Básicamente
dos, y ninguno cinematográfico, es decir, ganar dinero a espuertas
utilizando un tema del gusto del público de la América profunda,
en la estela de las últimas recreaciones de las grandes batallas
en que han intervenido los Estados Unidos, y regodearse en el
enésimo panfleto militarista y patriotero a favor de las operaciones
en el extranjero del país de las barras y las estrellas, de
cuya sinceridad, incluso, podría dudarse desde el momento en
que es la única vía o, por lo menos, la más fácil y con menos
riesgos, para atraer a la taquilla a ese público mayoritario.
Descartada
de raíz cualquier veleidad artística, esa simpleza de objetivos,
porque no hay más, se refleja literalmente en una película cuyo
declarado propósito es hacer un encendido homenaje a los militares
de los Estados Unidos que lucharon, la mayoría de ellos perdiendo
sus vidas, en la primera batalla importante, allá por 1965,
de la guerra de Vietnam, en un valle de ya infausto recuerdo
para las tropas de la anterior metrópoli del país asiático (Francia),
y, en particular, del Coronel que dirigió las operaciones sobre
el terreno, co-autor del libro de recuerdos en que se basa el
esquemático y maníqueo guión del también director Randalph Wallace.
Sin más, se trata de escenificar, de principio
a fin, con la sola adición de los prolegómenos más directamente
relacionados con la misma, la brutal batalla en cuestión, prototípica
de las que se sucederían después, auténticas carnicerías casi
a cuerpo en que un grupos de soldados norteamericanos se tendrían
que ver las caras con un ejército fanático, casi invisible y
totalmente adaptado al intrincado terreno y al asfixiante clima
de un país tropical, excepto en el desenlace: en ésta ganó el
ejército estadounidense, luego nada más lejos de la intención
de esta producción que denunciar, como sus ilustres precedentes,
lo absurdo de una guerra cuyos costes eran inversamente proporcionales
a la legitimidad en fomentarla y mantenerla. Es decir, se trata
de poner en imágenes una batalla susceptible de resultar visualmente
impactante y narrativamente frenética, siendo lo de menos la
batalla en concreto y las causas, razones e implicaciones de
la misma.
La única novedad de una cinta tan fervorosamente
nacionalista y corta de miras es inscribirse sin disimulo en
la nueva corriente de cine bélico realista, en el que, como
en Salvar al soldado Ryan, no se escatima al espectador
las brutales consecuencias de la violencia. Puede que se trate
más de ponerse al nivel de un nuevo público menos ingenuo, respondiendo
a su creciente exigencia de verosimilitud, que de evitar el
esteticismo coreográfico de las acciones violentas que, en esta
nueva tendencia, también puede darse y se da en esta especie
de nuevo realismo sucio bélico, pero lo cierto es que, aunque
no sea como resultado de una previa declaración de intenciones,
Cuando éramos soldados, a la vez que ideológicamente reaccionaria,
acaba resultando una involuntaria denuncia de la guerra al mostrar
sus más crudos y minimalistas estragos en los soldados intervinientes
y, en menor medida, en sus familias. De hecho, una vez iniciada
la batalla, las únicas interrupciones en el relato de la misma,
a la vez que su contrapunto, son las secuencias en que las esposas
de los militares van conociendo a cuenta gotas, como una lenta
tortura, la muerte de sus respectivos maridos a través de los
telegramas que les traen taxistas encargados específicamente
por el Ministerio de Defensa de tan lúgubre función.
Por lo demás, Cuando éramos soldados
contiene dos partes claramente diferenciadas: aquélla primera
en que cuenta los preámbulos a la entrada en acción de los Oficiales
protagonistas en el elitista centro de instrucción en que realizan
su entrenamiento, al mando del Coronel en cuestión, protagonizado
por un Mel Gibson en su salsa ideológica y, facialmente, cada
vez más rígido (por él sí pasan los años, aunque parece que
para los hombres eso no importa a la hora de seguir en la cresta
del star system), en torno al cual se nos presentan superficialmente
a unos cuantos futuros compañeros de batalla, personajes sin
apenas entidad que sólo sirven a la postre para servir de contrapunto
al enaltecimiento de la imagen heroica del Coronel al mando,
un Mel Gibson de frases trasnochadas y gesto solemnemente ridículo
a cuyo despliegue de mando durante el combate, con las justas
dosis de autoridad y humanismo paternalista, se supedita casi
toda la cinta. Y aquélla otra parte, la más extensa, localizada
ya en territorio vietnamita, en que se relata al detalle, con
pocos saltos en el tiempo, la atroz batalla objeto de la película,
sólo interrumpida por una acertada traslación del relato a los
hogares de las familias de los militares.
Tomando como referencia básica, consciente o
inconscientemente, las hagiográficas películas clásicas de aventuras
sobre las feroces batallas que las tropas coloniales británicas
mantuvieron con los guerreros zulúes en la actual Sudáfrica
(como los soldados del Vietcong, mucho más numerosos que los
heroicos colonialistas) y, secundariamente, los ilustres precedentes
del cine bélico ambientado en la segunda guerra mundial, como
Objetivo: Birmania y, en concreto, su extensa escena final,
en que unos cuantos soldados norteamericanos, refugiados precariamente
en improvisados agujeros abiertos en el suelo, aislados y rodeados
en la noche por innumerables soldados enemigos, intentan sobrevivir
a la dudosa llegada de ayuda de tropas amigas, la narración
del desarrollo del intento de aniquilación por los vietnamitas
de la compañía de marras, vibrante, está a la altura de los
sangrientos acontecimientos que relata, aunque hay un exceso
de cámara lenta en la descripción del algunos tiroteos o escaramuzas
cuerpo a cuerpo, en lo que supone una imitación del amaneramiento
de la ola de cine de género especializado en trivializarla,
que a ratos desmiente el afán de realismo minimalista, de crudeza
al que es fiel la cinta en la mayor parte de su metraje.
El final, como en su precedente e influencia
más evidente, Salvar al Soldado Ryan, para olvidar, aunque
aquí, avisados desde el principio de la indisimulada coartada
patriotera de Cuando éramos soldados, no acabe resultando tan
bochornoso como en la película de Spielberg, de cuya inevitable
comparación, sin embargo, cae por su propio peso la conclusión
de la innecesariedad de aquélla.
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