Por
José Antonio Díaz
El punto de partida argumental de una de las
últimas triunfadoras del cada vez más dependiente Festival de
Sundance es sencillamente apasionante, pero no despeja la duda
de hasta qué punto se trata de una propuesta intelectualmente
necesaria o, simplemente, del último oportunismo sensacionalista
perpetrado con la ya de por sí sospechosa excusa de "basada
en hechos reales". Y sus imágenes deliberadamente impactantes
no acaban de convencer sobre el rigor de una película que toca
un tema tan delicado y polémico, tan políticamente incorrecto,
como la paradójica compatibilidad entre la condición de judío
y la de activista antisemita.
Aunque
precedida recientemente por una cinta de temática similar como
American History X, El creyente añade al análisis
de cómo es posible la deriva racista y neonazi en jóvenes de
clase media en la sociedad del bienestar, la extrema y aparente
paradoja de que tal circunstancia ocurra en vástagos de familias
consciente y activamente judías. Así las cosas, el meollo del
asunto es explicar la posible relación, siquiera indirecta,
entre tales condiciones sociales, y en este sentido El creyente
es un fracaso: acabada la película, no se entiende todavía
cuál es el motivo que ha llevado a un niño aparentemente brillante
en los estudios judaicos, aunque contestatario, a un vulgar
y bronco neo-nazi con ganas de gresca anti-semita.
Si uno no ha nacido ayer, puede sospechar algunas
de las posibles explicaciones que debe de estar intentando plasmar
en pantalla su director y escritor, Henry Bean: bien aquello
de que los extremos se tocan, en este caso, el extremismo del
ambiente cultural del integrismo judío con el de las ideologías
racistas; o bien, directamente, la naturaleza intrínsecamente
racista, aunque en un sentido cultural, del judaísmo, integrista
o no; o bien, la identidad de la paranoia esencialista de cualquier
práctica religiosa que merezca su nombre con las de las ideologías
políticas que propugnan la pureza, en este caso racial; o bien,
sencillamente, el desequilibrio que puede producir en una mente
predispuesta una educación dogmática, etc .
Pero lo cierto es que la cinta, cuyo metraje
alterna el tiempo actual en que el protagonista, Danny Balint,
se dedica a oscilar entre la bronca callejera pura y dura con
su participación en un incipiente movimiento fascista más organizado
e intelectualmente más consciente, con los flash backs en
que se ofrecen retazos de la educación religiosa que recibe
en su infancia y las polémicas que mantiene con sus escandalizados
profesores, no consigue plasmar ni visualmente ni de palabra
(a través de los diálogos) ninguna de esas explicaciones, con
lo que sólo queda claro el carácter básicamente contestatario
y obsesivo del protagonista y la sucesión de las broncas callejeras
en que interviene. De las discrepancias que incluso en éstas
manifiesta frente a sus descerebrados compañeros ni siquiera
se puede deducir con claridad si sus constantes dudas se deben
a un progresivo redescubrimiento o concienciación de su condición
judía o a otras motivaciones más racionales. Simplemente, la
acción va decantándose progresiva y arbitrariamente hacia su
dramático desenlace a fuerza de estancarse y dar vueltas sobre
sí misma.
Por otra parte, la alternancia entre distintos
tiempos y el uso de los flash backs, apasionante en realizadores
como Atom Egoyan, se ha convertido en muchos casos, y esta película
es uno de ellos, en un obstáculo, más que en un recurso útil,
para profundizar en la esencia de las historias, quedándose
la narración en un atractivo pero epidérmico y autocomplaciente
ejercicio que privilegia las formas sobre el fondo, tendencia
que se acentúa en el cine independiente de los Estados Unidos.
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