Por
José Antonio Díaz
Como ya dejó dicho Juan Cueto hace unos cuantos
años, la falta de creatividad de la industria de Hollywood no
se manifiesta tanto en la producción de argumentos del cine
dentro del cine, como en los constantes remakes de obras clásicas
(y no tan clásicas). A esa tendencia se suma ahora la de los
remakes literales, al modo de la reciente Psicosis, en que no
se hace una versión de la película original, sino directamente
una copia, que como tal, siempre resulta inferior al modelo.
Naturalmente, y con la referencia de Rufufú, de Mario Monicceli,
ése es el caso de Bienvenidos a Collinwood. Pero resulta aún
más penoso si, bajo el gancho del nombre de ilustres productores
(George Cloney y Steven Soderbergh), se oculta una cinta que,
sin el más mínimo apoyo artístico de la industria, pequeña donde
las haya, más propia de las exigencias de una cadena de TV por
cable norteamericana que de un estreno internacional en salas
de exhibición, desplaza de la cartelera, por razones del oligopolio
estadounidense en la distribución, a alguna cinta española o
europea hecha con infinitamente más ilusión.
El
comienzo es ya sospechoso donde los haya. En unos años en que
los títulos de crédito iniciales se han convertido en un aspecto
de marca más del espectáculo u obra de arte en que consiste
un largometraje, con ejemplos brillantes, incluido el cine español
(ahí están los de Segunda piel), Bienvenidos a Collinwood, sorprendentemente,
comienza prescindiendo de ellos, entrando en materia por las
bravas, como si fuera la segunda parte de un capítulo de una
serie de televisión cuya continuación no precisara de una nueva
presentación. Si a eso le añadimos que la duración de una cinta
a la postre comercial como ésta no llega ni a la hora y media
hora de rigor (85'), las sospechas de producto de saldo se van
confirmando.
Y es que aunque la mayoría de las películas
que se estrenan contienen una parte de producción que se come
la de narración, también se da el caso de buenas historias que
descuidan imperdonablemente la producción, aunque no suele ser
lo habitual precisamente en el cine de los Estados Unidos. En
este sentido, la película de los desconocidos hermanos Russo
parte de unas limitaciones tales, que después no hay inteligencia
o imaginación que la pueda levantar. Los aspectos formales,
la presentación, son tan deficientes que a la postre e inevitablemente
dañan la calidad de una obra exclusivamente bienintencionada.
La condición deliberada y cómicamente desgraciada de unos personajes
bufos contagia inapropiadamente el tono narrativo, que no se
toma suficientemente en serio.
Por otra parte, era misión imposible recrear
con verosimilitud un ambiente de miseria y picaresca tan inconfundiblemente
típico de la Italia de la posguerra que explicase las desesperadas
motivaciones de los personajes en una ciudad norteamericana,
de modo que no se entiende bien el contexto en que se mueven
y que espolea a el grupo de desastrados ladrones de guantes
manchados más allá de enterarnos por un letrero al principio
de la cinta del dato ocioso para un europeo de que estamos en
Cleveland.
Paradójicamente, seguir al dedillo la línea
argumental del original italiano disimula sus exageradas carencias:
como cuenta casi los mismos episodios que aquél, los chapuceros
preparativos y, sobre todo, ejecución de un robo por unos cacos
tan simpáticos como impresentables, las limitaciones formales
no se hacen tan notorias: aunque de los personajes, insuficientemente
perfilados, no se pueda decir lo mismo (y aquí reside una de
las principales diferencias respecto al clásico italiano), sus
risibles andanzas no pueden sino resultar simpáticas y producir
cierta empatía en el espectador, que puede sentirse así moderadamente
identificado con el éxito o fracaso del objetivo de unos cacos
entrañables.
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