Por Juan
Antonio Bermúdez
Una terrible noticia camuflada
y devaluada entre otros titulares, una mujer que se suicidó
después de haber acabado con la vida de sus dos hijas, movió
al iraní Jafar Panahi a rodar El círculo, aunque nada
hay en el argumento de la película de aquel suceso desencadenante.
Lo que aquí se presentan son algunas de las posibles situaciones
que llevan a un ser humano a una decisión tan desesperada como
la que tomó la protagonista de la noticia. Posibles en una ciudad
como Teherán y en un año como el 2001, en un contexto de absoluta
represión de género y en nombre de una ley injustificable que
perpetúa el despotismo religioso.
Desde
el convulso rumor de un parto sobre los desnudos títulos de
crédito, desde la incredulidad y la tristeza con la que se recibe
el resultado de ese parto ("una niña, una niña preciosa" repite
la enfermera ante la abuela cada vez más desesperada), comienza
a trazarse este círculo en el que se dan la mano unas cuantas
mujeres y sus circunstancias, símbolos, pero no estereotipos,
de unos modos difíciles de vivir en una sociedad que les prohíbe
fumar o comprar un billete de autobús sin el consentimiento
de su padre o su marido.
Jafar Panahi firma así otra gran
muestra de ese cine iraní que, como ya se ha dicho muchas veces,
ha resucitado al neorrealismo italiano, revalidando cada uno
de sus preceptos para mostrar sin exhibir una realidad nueva
por oculta y adherirse así amorosa, solidariamente, a lo mostrado.
En la pantalla actual, casi monopolizada
por el artificio, este cine le devuelve al tiempo y al espacio,
a cada tiempo y cada espacio, su verdadera importancia. Contra
el fasto de los decorados, rueda en la calle y en las estaciones
y en los hospitales; contra la discriminatoria guadaña de la
elipsis, se entretiene en el detalle, porque en la vida, como
quería Zavattini, todo momento es trascendente. Contra la tiranía
aristotélica de la progresión y las soluciones, renuncia a resumir
una vida en una hora y media para lograr algo mucho más valioso:
contagiarnos, implicarnos en los sentimientos de otros seres
humanos apenas con un retazo de conversación, con una mirada
o con un gesto.
Tan importante es entonces lo
que sucede en primer plano como lo que está ocurriendo al fondo;
no hay márgenes porque la cámara no se comporta como un privilegiado
microscopio que sitúa delante de la lente lo que le conviene
y desprecia el resto, sino que pasa y deja pasar por ella, recoge
una vida, la sigue, la abandona y sabe que seguirá viviendo
aunque ya no la enfoque. La misteriosa maravilla del realismo.
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