Por
Manuel Ortega
Entre que no estoy libre de prejuicios y que
por aquí por mi tierra es dificultoso ver algo de animación
que no pertenezca a los inanimados de siempre (las grandes americanas
y algún pestiño patrio) nunca había tenido la experiencia de
visionar ninguna película de Hayao Miyazaki. Y si todas son
como esta Sen to Chihiro no kamikakushi no entiendo como
me podía considerar un cinéfilo atento y una persona feliz.
Rastrearé videoclubs, volveré a recuperar en mi agenda los nombres
de mis conocidos más freaks, me desplazaré a otras ciudades
si fuera necesario (lo he hecho por la flojita última peli de
mi admirado Woody Allen, imaginénse por este japonés tremendo
y nuevo ante mis ojos).
Pues
a lo que vamos, El viaje de Chihiro es una de esas experiencias
que te mantienen atento a la pantalla, a sabiendas que cada
cinco segundos vas a encontrar un hallazgo, una sugerencia,
un verso. Desde ese principio que aterra sin que pase nada,
desde los trazos limpios y sencillos de la protagonista, desde
el punto de inflexión que abre la puerta de un mundo paralelo,
que es tan paralelo que rezuma un abierta crítica al capitalismo
salvaje de Japón, mostrando la miseria de los habitantes de
esa especie de balneario donde los monstruos más adinerados
vienen a echar unas horas de relajación y diversión (poco se
esfuerza Miyazaki en dejarnos ver que se trata de un lugar de
esos oscuros donde las mujeres fuman). Y qué bien que las verdades
no sean absolutas, que la visión no sea maniquea, que los personajes
tengan aristas, fondo y transfondo.
Es difícil quedarse con una parte o con uno de
los muchos y maravillosos seres que habitan tan inhóspito lugar,
aunque haciendo un esfuerzo podríamos hablar del entorno de
Shishiba, antes y durante la transformación que les inflinge
la hermana de ésta. La perfecta utilización de la profundidad
de campo, de manera casi artesanal, confiere a cada plano una
riqueza inusitada que acaba deslumbrando a niños, mayores, padres,
abuelos e hijos. Cada ser esta trabajado con un derroche de
imaginación y cariño balanceándose entre lo cotidiano y lo fantástico,
entre lo reconocible y lo extraño, entre lo ancestral de un
cultura tan rica y "polimilenaria" como la japonesa y la visionaria
mirada de ese autor apellidado Miyazaki . Merece la pena destacar
la relación amorosa (sí, amorosa) que se establece entre la
niña Shihiro y el dragón que la acompaña, la defiende, la traiciona
y finalmente la lleva en ese mágico viaje de vuelta que por
tierra, mar y aire y sus trasuntos. Al final él es en realidad
un río y ella acaba bañándose dentro de él como si tal cosa.
Pura poesía, oigan.
Compro al que las tenga la de Mi vecino
Totoro y Porco Rosso, de las que escucho maravillas.
O en su defecto las cambio por Pocahontas y El príncipe
de Egipto.
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