Por
José Antonio Díaz
La combinación amor y guerra es una de las recetas
más cinematográfica que pueda encontrarse. Si a ello le sumamos
una cuidada ambientación de época y unas excelentes interpretaciones,
virtudes ambas características de la cinematografía británica,
tenemos enmarcada Charlotte Gray, que destaca más por
sus aspectos formales, absolutamente impecables, que por su
logros dramáticos, bastante convencionales y estandarizados.
De entrada, la historia de un voluntario, en
este caso femenina y británica, que más por circunstancias ajenas
a su voluntad que por vocación acaba integrándose en una operación
de espionaje, en este caso contra los manoseadísimos nazis en
el contexto de la ocupación de Francia, es más que tópica: necesita
una reelaboración total o, en otro caso, la perfección suma
para que no resulte monótona y reiterativa.
Y
no se da ni una cosa ni otra, algo previsible si se constata
que, pese a la producción británica, se ha confiado la dirección
a la impersonal Giliam Amstrong. Y el desarrollo de un planteamiento
tan manido se limita a una sucesión de clichés del género bélico
de espionaje trufado con el melodrama romántico en tiempos de
guerra. No hay casi nada nuevo, propio, en el metraje de una
película que se contenta con seguir al pie de la letra las convenciones
más trilladas del género.
Y para continuar, parece que el guión patina
al principio en plantear coherentemente la motivación de la
protagonista (Cate Blanchett) para alistarse en la inteligencia
británica que colabora con la resistencia francesa. Sobre la
marcha se deduce y a posteriori se comprueba que se trata de
que ella debería decidir irse a tierras francesas para buscar
al aviador de la RAF con el que acaba de vivir un repentino
romance y que acaba de darse por desaparecido, aunque la propuesta
del alistamiento se empiece a fraguar antes del comienzo de
tal relación, pero la sucesión cronológica parece indicar que
es una simple coincidencia el hecho de que ella acabe yendo
a Francia. Y con tal confusión, la credibilidad del resto se
resiente, y con ella, la intensidad dramática que todo melodrama
debe lograr. A matizar esta sucesión errónea ayuda, sin embargo,
las sencillez de una cinta que no esconde su inclinación por
ir al grano y dejarse de mayores complejidades en la sucesión
de acontecimientos.
Además, las cualidades formales de una cinta
cuidadísima en este sentido proporcionan a Charlotte Gray
dos virtudes que, hasta cierto punto, compensan la inanidad
de la historia principal: su preciosista aunque verosímil ambientación,
una gozada para los ojos en sí misma; y la interpretación de
Cate Blanchett, protagonista omnipresente de una película que
parece concebida para explotar al máximo su fotogenia y su radiante
belleza clásica, y que está a la altura de los constantes primeros
planos con que nos obsequia su realizadora. Y una más, complementaria
de su magnífica ambientación: el buen gusto de una puesta en
escena que no recurre nunca a golpes de efecto ni trucos infantiles
y, a falta de otra cosa, plena de diálogos comedidos y serenos,
respetuosos con la madurez de los personajes.
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