Por
Juan Antonio Bermúdez
El malagueño Chiqui Carabante ha saltado al largo
sin red sobre la tragicomedia, esa zona de riesgo que la creación
esquiva demasiado. Y esa valentía debe tenerse en cuenta al
valorar este insólito esperpento que es Carlos contra el
mundo, una película que comparte con cierto cine reciente
de acento andaluz (con títulos tan dispares como Vengo,
El traje o incluso Solas) una mirada refractaria
a los tópicos pero muy permeable a ciertos modos locales de
expresión y de sentimiento.
Este
incomprendido Carlos tiene así genes de Bernarda Alba, reciclados
en antihéroe de barrio de una ciudad tan periférica y posmoderna
como Málaga, en la que durante décadas llevan conviviendo (autoparasitándose)
lo autóctono y lo extraño, lo cool y lo cateto. Sobre
esa herencia y esas combinaciones aparentemente imposibles se
cimenta su soliloquio patético de Peter Pan al que la vida le
pega un estirón brutal con la muerte de su padre y la demanda
de todo su entorno para que ocupe el puesto de cabeza de familia,
una exigencia que cae como una losa sobre la frágil y desgarbada
silueta de este eterno aspirante a hombre araña.
Carabante apunta deliberadamente con su primer
largometraje hacia la coacción familiar que pervive en ciertos
sectores de sociedades como la andaluza en las que ha funcionado
siempre un matriarcado más o menos evidente. Pero, con la intención
de satirizar el papel castrante de la mujer en estos contextos,
trabaja con modelos femeninos caricaturescos y bastante reducidos,
a los que trata con mucha menos piedad que a los masculinos.
Esta
misoginia sobre la que bascula la película no anula sin embargo
su capacidad para reflejar (exagerando, deformando, como buen
esperpento) ciertos aspectos sociales o culturales a través
de secuencias muchas veces autónomas en las que el humor brota
de la contradicción entre lo terrible de la situación que estamos
viendo y las reacciones de los personajes, bien perfilados por
unos diálogos muy convincentes.
Para que la tragicomedia funcione sobre esa
paradoja, hay una gran exigencia interpretativa a la que responde
con muy buena nota un grupo de actores prácticamente desconocidos.
Pero Julián Villagrán, el alma de Carlos contra el mundo,
no sólo está a la altura de esta exigencia sino que sostiene
y rellena a un personaje que es casi imposible imaginar en la
piel de otro actor. Cuando comparte la pantalla con Manolo Solo,
la película se les queda pequeña.
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