Por Juan
Antonio Bermúdez
Los
ocupantes de la Casa Blanca, ese búnker funesto desde el que se
dicta la dudosa ergonomía planetaria, tienen en su misma naturaleza
desquiciada y fanática de personajes absolutamente públicos (veinticuatro
horas al día, siete días a la semana) una propensión mítica, la
tendencia a ser proyectados en todo lo que hacen como personajes
de ficción. Están, desde luego, en el otro extremo de ese otro
mito del hombre corriente que han reivindicado desde siempre los
realismos y por eso han sido frecuente carne de metraje para un
género que poco o nada tiene que ver con la exploración de lo
real cotidiano: el thriller y, más concretamente, el thriller
político norteamericano, especializado en las campañas y los escándalos
de ese bárbaro juego de dados y dardos que es la política estadounidense.
En esa tradición camparon en los
años 60 y en los 70 algunos cineastas de talante liberal como
Sydney Lumet, Alan J. Pakula o Sydney Pollack y en ella han insistido
algunos títulos más recientes como El presidente y Miss Wade,
Primary Colors o 13 días. Y ahí se inscribe también
Candidata al poder, película escrita y dirigida por el
crítico cinematográfico Rod Lurie, admirador del clásico de Todos
los hombres del presidente, que según ha declarado en varias
entrevistas es su referente más directo y la que él considera
la mejor película "americana" de la historia.
Candidata al poder es así
un filme sobre la doble moral que arbitra el juego político en
el epicentro del poder mundial, hecha desde la ferviente militancia
en la corrección política y empeñada en desplegar unos valores
"progresistas" en un alarde de valentía que pierde gas más allá
del pacato dominio cultural de Hollywood y que se desinfla definitivamente
al final de la película, tras una ridícula escena de confesión
entre la candidata y el presidente y una aún más aberrante soflama
de responsabilidad patriótica y democrática.
Su mejor baza es sin duda la de
las interpretaciones principales: Joan Allen en el papel de postulante
honestísima maculada por un dislate de juventud, candidata al
Óscar; Gary Oldman como pérfida reencarnación del cazador de brujas
McCarthy; y Jeff Bridges (también nominado al Óscar a mejor actor
secundario), desbordando una vez más un regalo inconmensurable,
el papel del presidente demócrata glotón e iluminado que termina
revelándose como auténtico héroe salvador de la democracia. Qué
cosas.
|