Por
José Antonio Díaz
Hay películas, la mayoría, cuyo metraje está concentrado
en torno a un elemento dramático central, sobre el que gira, explícita
o implícitamente, mejor o peor, la mayor parte de la atención
del espectador. A veces, ese elemento puede ampliarse a varios,
pero la lógica es la misma: todo el desarrollo de la historia
está en función de esos hitos dramáticos. Hay otras cintas, en
cambio, cuyas historias se desarrollan de forma extensiva a lo
largo de todo el metraje, de tal manera que carecen de suspense,
en el sentido amplio del término, y tan intenso puede ser el planteamiento,
el nudo como el desenlace, puesto que lo que cuentan no son uno
o varios momentos culminantes, sino la acumulación de autenticidad,
hasta el punto de que algunos trabajos militantes a esta corriente
rozan el documental.
A
su vez, dentro de este segundo grupo podríamos encontrar otros
dos subgrupos: las películas cuyo razón de ser es precisamente
esa forma de narrar, y que en su mayoría pertenenecen al cine
de autor europeo o al cine independiente de los EEUU, en las cuales
se desprecia intencionadamente ese fácil enganche del espectador
a la historia; y aquéllas que, perteneciendo al cine de las grandes
productoras de aquél país, llegan a ese mismo resultado por pura
incompentencia de sus responsables, quienes no consiguen crear
lo único que les pide su mayoritaria y fiel clientela: suspense
dramático. A este segundo subgrupo pertenece Todos los caballos
bellos, que desgraciadamente representa el anunciadísimo estreno
en serio de Penélope Cruz en la industria de Holywood.
Dirigida por el actor-director Billy Bob Thornton,
que tiene que lidiar con un guión infame de Ted Tally, adaptado
del homónimo best-seller de Corman MacCarthy, Todos los caballos
bellos constituye un western moderno no sólo porque está hecho
hoy en día, sino también porque, por una parte, su acción se desarrolla
en un momento histórico - inmediatamente después de la segunda
guerra mundial - en que el estilo de vida pionero asociado a tal
nombre ya ha muerto, y, por otra, porque su razón de ser es precisamente
la conciencia de que es así y, por tanto, el argumento juega con
el romanticismo de sus personajes protagonistas intentando suspender
su irreversible decadencia.
Levantada sobre una producción impecable, Todos
los caballos bellos se atreve con un planteamiento argumental
ambiciosísimo, desmesurado. Hasta cuatro historias se pueden encontrar
en su metraje: la iniciática de su dos protagonistas tratando
de revivir en Méjico su modo de vida vaquero en Tejas, a punto
de ser liquidado por la explotaciones petrolíferas; la de un adolescente
de dudoso pasado que se les une en su aventura; la historia de
amor de su principal protagonista (Mat Damon) con la hija de un
potentado ganadero mejicano (Penélope Cruz); y la de las penalidades
judiciales y carcelarias de los dos protagonistas.
Y lo cierto es que la historia empieza bien, con
un conseguido tono épico, clásico, soportado por su gran aparato
de producción, que se hace notar a través de la banda sonora y
los buenos efectos de sonido. Pero es sólo un espejismo. En cuanto
el relato se instala en Méjico, parece que se trata de acumular
sucesos melodramáticos sin ton ni son. A la vez que se acaba de
momento la película de colegas, el tono de aventuras cambia por
uno inoportunamente sentimentaloide cuando comienza una historia
de amor imposible, absolutamente increíble, más próxima a la telenovela
sudamericana que a otra cosa, trufada de escenas y, sobre todo,
de diálogos risibles, que, por si no fuera suficiente, culmina
en un grotesco desenlace melodramático. Y entre medias de esos
cambios arbitrarios, tiene lugar el más difícil todavía: una reedición
del Expreso de Medianoche por las comisarías y cárceles mejicanas.
Y como propina a la inteligencia de los espectadores españoles,
a los diálogos antológicos del personaje de Penélope Cruz hay
que sumar un doblaje infame por otra actriz con acento mejicano
y voz de pito.
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