Por José
Antonio Díaz
A pesar de sus credenciales como
guionista de L. A. Confidential, Brian Helgeland, como
ha hecho gran parte de sus colegas, no tuvo empacho en ponerse
al servicio de una megaestrella (Mel Gibson) para dar el paso
a la dirección en Payback. Tan al servicio estaba, que
se dice que, pese a que finalmente consiguió firmar aquel encargo,
fue despedido a mitad del rodaje (si no antes) con cajas destempladas
por el auténtico dueño de aquel cotarro. Aunque denostada entonces
por la mayor parte de la crítica, Payback tenía cuando
menos un primer tercio brillante, justo cuando presumiblemente
estaba a cargo de Helgeland.
Pero
el beneficio de la duda que, desde esa lectura, se le podía otorgar
toca a su fin con la visión de Destino de caballero, donde
no sólo oficia de realizador de un producto manufacturado a cuyo
cargo podría haber estado cualquier otro artesano sin básico demérito
del resultado, sino que lo que pone en imágenes es su propio guión.
La historia del triunfo del hijo
de un villano y sirviente de un caballero en alcanzar la dignidad
de éste y, con ella, los demás éxitos que suelen acompañar a la
gente de buen corazón y mejor careto en el cine de Hollywood (amor,
fortuna y reconocimiento social) se desarrolla a través de una
sucesión de justas medievales, escenificadas al modo de modernos
campeonatos deportivos de masas, en los que el protagonista (interpretado
por el último actor salido de la cantera de los modelos publicitarios,
Heath Ledger) participa suplantando la personalidad del caballero
al que servía, muerto en uno de ellos.
En Destino de caballero se
pretende hacer una revisión supuestamente contemporánea y, en
realidad, tan efímera como las modas juveniles del género de aventuras
medievales, a través de la escenificación de los torneos medievales
como espectáculos de masas y, como en la reciente Plunkett
y Macleane, la inclusión deliberadamente anacrónica de música
moderna en su banda sonora, al ritmo de la cual la plebe jalea
y anima a sus héroes.
Sin caer en graves defectos que
la hagan insufrible, la principal virtud de Destino de caballero
es también su principal defecto: sus nulas pretensiones, que
la hacen tan vistosa como anodina. Las aventuras pioneras en una
era con el sello de salvaje a las que está asociado el género
en las últimas décadas brillan por su ausencia, limitándose a
una sucesión de inofensivos torneos con inequívoco sabor a plató
y a las blandas e inocuas historietas con las que Helgeland los
une mecánicamente.
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