Por David
Montero
Sin duda, la fascinación
de Takeshi Kitano por el mundo de los yakuza no es nueva. Desde
que en 1989 debutara como realizador con Violent Cop, el
mundo frío y sangriento del gangster nipón ha sido
el campo de cultivo de este imprevisible cineasta que deslumbró
a crítica y público en 1997 con Hanna Bi.
Ahora, - nunca ha dejado de hacerlo - Kitano vuelve a explorar
el mundo de la mafia japonesa con Brother, un sangriento
e interesante filme rodado a caballo entre Japón y los
Estados Unidos.
La
película cuenta la historia de Haniki Yamamoto, un yakuza
que cae en desgracia cuando su hermano traiciona al lider del
clan familiar al que ambos pertenecen. Apartado del único
modo de vida que conoce, el impasible gangster se marcha entonces
a los Estados Unidos donde, a partir de los pequeños negocios
de droga de su hermano, pretende levantar un nuevo clan basado
en el código de honor de la mafia japonesa.
Pero, en contra de lo que pudiera
parecer, el cine de Kitano no es fácil, y menos en Occidente.
Como norma general, sus películas quedan veladas por una
innecesaria cortina de sangre, impidiendo en muchos casos a los
espectadores acceder al verdadero sentido del filme, a la profundidad
de la reflexión que se propone. Con Brother, vuelven
a la pantalla las marcas que distinguen al autor de El verano
de Kikujiro: la catarsis en la playa, el juego como única
salvación sentimental del inescrutable yakuza, la estilización
de la violencia hasta límites insospechados, los personajes
desvalidos que reclaman un sacrificio... Pero, en esta ocasión,
la crítica de Kitano es de un calado bastante mayor. Toda
una invectiva contra la esencia del yakuza nipón, que durante
el filme es a un tiempo ensalzado (dentro de un discurso claramente
nacionalista) y vilipendiado. Este enfrentamiento se resuelve
reafirmando la necesidad de superar un modelo paternalista para
dar un paso adelante.
En Japón, la figura del
yakuza ocupa un lugar privilegiado en la imaginación popular.
Las sagas que conforman la base de la literatura nipona o las
representaciones del teatro kabuki elevaron al caballero/criminal
a la categoría de mito popular. Esa fue la herencia de
los yakuza. Tras la Segunda Guerra Mundial, el país inició
un proceso de occidentalización, bajo la humillante tutela
de los Estados Unidos, constantemente recelosos de sus vecinos.
Desde ese momento, los japoneses volvieron sus ojos a la mafia
japonesa como los últimos caballeros que encarnaban la
esencia de la tradición nipona. La glorificación
popular de los yakuza ha sido tan fuerte que sólo en 1992
el parlamento de Japón pudo aprobar una ley anti-hampa
que declaraba ilegales a los principales clanes familiares del
crimen organizado. De ahí la radicalidad de la propuesta
de Kitano.
Pero no conviene descuidar tampoco
los aspectos puramente fílmicos que conforman Brother.
La película posee un ritmo cinematográfico propio
que elimina la continuidad temporal para dar paso a contínuos
flash-backs y a acciones de desarrollo paralelo; un tempo
que Kitano utiliza a su modo, dando salida a su gusto por el plano
fijo y por las situaciones violentas que se resuelven de manera
anticipada y que evocan la inminente sorpresa de la muerte. Ademas,
desgraciadamente en pocas ocasiones, Kitano demuetra que maneja
con estilo el noble arte de apartar la cámara en los momentos
de máxima violencia, creando así unos planos subjetivos
y cargados de lirismo.
Con seguiridad, en otras ocasiones
Takeshi Kitano ha sabido depurar su cine de manera más
efectiva aras de lo que iba persiguiendo. Pero Brother
es un filme más que interesante dentro de la filmografía
del polifacético director nipón, y, sin duda, su
crítica más radical al mundo frío y despiadado
de los yakuza. Una película que merece ser tenida en cuenta.
Sobre todo, durante estos días en los que la cartelera
no aparece en su mejor forma.
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