Por
Manuel Ortega
Jonathan Glazer, tras una dilatada y triunfal
carrera como director de videoclips, debuta con éxito en esta
estimulante aunque no del toda satisfactoria Sexy Beast,
una especie cada vez menos rara de la mezcolanza aparentemente
contra natura de la comedia y el cine de gángsters, de
la risa y el crimen organizado. Tarantino supo hacerlo y mucho
les pedimos que vuelva, nacieron epígonos que mancharon su nombre,
la crítica con el paso del tiempo le dio la espalda y renegó
de sus palabras.
En
Inglaterra le salió un imitador cuyo éxito lo lleva incluso
al altar del brazo de Madonna. Me refiero por supuesto a Guy
Ritchie, un eficaz vendedor de humo, un eficiente fabricante
de una nada de gran categoría, un director que confunde el ritmo
con la epilepsia, la gracieta violenta con el humor sofisticado,
las churras con las meninas. Glazer recuerda irremediablemente
a este exitoso director y a mí eso no me parece ni mal ni bien.
Ni todo lo contrario. Me parece significativo, como me parece
significativo que crítica y público lo alabe sin aparentes disidencias.
Yo ni disiento ni dejo de disentir. Más bien todo lo contrario.
Sexy Beast es como Snatch pero
con personajes más perfilados, con un humor negro y a veces
ciertamente incomodo, pero inteligible, con un bagaje cinéfilo
y cinéfago que transpira, que supura clasicismo en cada escena
innovadora. Creo que ya he hablado de Tarantino. Pues eso. Le
separa lo que le acerca a sus epígonos, esto es, explosiones
de violencia que buscan la sonrisa y que sólo consiguen la mueca
(de desaprobación, de pasmo, en mi caso), un montaje espídico
y fatigoso que da fe de la procedencia de muchos de esos advenedizos
y una cierta tendencia al todo vale porque somos los más chulos
y estamos haciendo historia. Todo eso está también en Sexy
Beast.
Pero seamos positivos porque el resultado final
se lo merece y la dirección a pesar de ser bisoña en cine, aunque
experimentada en otros medios audiovisuales, impone un marbete
personal y atractivo que destaca sobremanera en lo referente
a la dirección de actores. Extraordinario está Ben Kingsley
como el alopécico invitado que llega dispuesto a saldar las
deudas del pasado, pasando unas terroríficas vacaciones indefinidas
en casa de sus enemigos, como extraordinarios están Ray Winstone
y Amanda Redman en el papel de los huéspedes que acogen a Kingsley
en el paradisíaco paraje almeriense donde intentan llevar una
existencia placentera, que les haga olvidar el oscuro pasado
que el marido ha dejado atrás en las islas británicas. La película
da un volantazo violento que a pesar de eso (de ser violento)
no hace variar el buen pulso de la narración, sino que al contrario
ofrece una rica gama de matices y una puerta abierta a la siempre
inteligente capacidad de sugerencia
La aportación española se limita al cielo abierto
y al paisaje árido y térreo del este andaluz (oeste americano
muchas veces), al irónico score de Roque Baños y a la interpretación
del niño Álvaro Monje, que parece un hermano pequeño del Pancho
de "Verano Azul". Muy poca aportación para que nos
andemos colgando medallas.
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