Por
Silvia Ruano Ruiz
Ha llegado a los cines después de su presentación
en el pasado Festival de San Sebastián Aro Tolbukhin. En
la mente del asesino del mallorquín Agustí Villaronga, en
colaboración con Lydia Zimmerman e Isaac P. Racine. La cinta
intenta ahondar en la compleja, enigmática y ambigua personalidad
del húngaro del mismo nombre, detenido en 1981 por quemar vivas
a 7 personas en la enfermería del Divino Redentor, en Guatemala.
Para ello hace uso de todo tipo de materiales (entrevista personal,
testimonios reales, imágenes documentales, fabulación...), mezcla
el blanco y negro y el color, y se sirve de diferentes soportes,
texturas y formatos que van desde el Súper 8 al vídeo digital,
pasando por la película de 16 o 35 milímetros, para formular
una atípica e innovadora propuesta en la que realidad y ficción
se funden y se confunden. La obra resulta así plenamente coherente
con la trayectoria del responsable de títulos tan personales,
fascinantes y perturbadores del último cine español como Tras
el cristal o El mar.
Villaronga
se distancia tanto del tradicional biopic como del documental
riguroso y ofrece un inquietante mosaico de la figura del protagonista,
cuya multiplicidad de facetas no hacen sino incrementar su misterio.
Parece significativo en este sentido que el apellido de Aro
llegue a pronunciarse de tres formas distintas a lo largo del
film y nunca se deje claro cuál es la correcta, o que planeen
una serie de interrogantes acerca de su verdadera identidad
y del número exacto de víctimas, pues podría haberse inculpado
de crímenes que no cometió (se confesó autor además del asesinato
de cinco mujeres, cuyos cadáveres calcinó, y de otras diecisiete,
embarazadas, a lo largo de sus quince años como marino mercante).
La mirada de la cámara se adecua a los distintos
momentos de su vida, oscilando entre la frialdad y el distanciamiento
frente al criminal en espera de la ejecución de su condena,
y la plástica visual con que se abordan la infancia y la adolescencia
por él recreadas subjetivamente en sus propios relatos, que
aparecen ante el espectador cargadas de lirismo y envueltas
en una atmósfera casi onírica. Y es que el director vuelve a
confirmar aquí su capacidad de sugerencia y de extraer belleza
incluso en medio del horror. Se indaga en el pasado del personaje,
poniendo de relieve ciertos paralelismos entre determinados
acontecimientos de su existencia (por ejemplo, la sensación
de abandono que experimenta en dos ocasiones hacia las mujeres
que ama y las únicas a las que se siente unido y con las que
logra comunicarse, o su ritual de abrasar los cuerpos de sus
víctimas a raíz del fuerte trauma sufrido por la muerte de su
hermana), no con ánimo de justificar sus acciones, sino de tratar
de comprender su pensamiento y su visión distorsionada de la
realidad.
En este singular experimento, el realizador cuenta
con la complicidad de un reparto de actores no profesionales
y de un Daniel Giménez Cacho que merece mención aparte, ya que
su interpretación de tan controvertido personaje es una de las
más ajustadas y precisas de su carrera. Su Aro Tolbukhin es
víctima y verdugo a partes iguales, un ser doliente y despiadado,
que provoca al mismo tiempo compasión y pavor.
En suma, esta película a contracorriente, esta
rara avis dentro del panorama cinematográfico nacional
no debiera pasar desapercibida para todos aquellos buenos aficionados
que ansían algo más que entretenimiento cuando acuden a refugiarse
en la oscuridad de una sala.
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