Por
Silvia Ruano
Que un actor sienta en algún momento de su carrera
la necesidad de dirigir no constituye ninguna novedad; que Denzel
Washington haya querido hacerlo precisamente con esta historia
de superación personal cargada de buenos sentimientos (una especie
de mezcla entre El indomable Will Hunting y Buscando
a Forrester) con las dosis justas de militancia afroamericana
convenientemente atenuadas por el filtro del cine de Hollywood
más convencional, amable y políticamente correcto -Washington
no es Spike Lee- que nos sirve en bandeja una vez más su periódica
revisitación del sueño americano, puede resultar comprensible
desde el punto de vista personal (el mismo Washington ha demostrado
ser un corredor de fondo que ha sabido mantenerse y del que
puede deducirse que no ha debido tenerlo fácil), pero decepcionante
si atendemos a su valor fílmico, ya que Antwone Fisher es
una nueva muestra de ese error tan extendido hoy día de identificar
las intenciones con los resultados.
Porque
en su primera incursión al otro lado de la cámara, el oscarizado
intérprete parece más preocupado por la pulcra apariencia de
la cinta (esto es, tratar de evitar a toda costa las torpezas
técnicas y formales propias del principiante) que por un contenido
y desarrollo que distan mucho de lo satisfactorio. Aunque también
es probable que haya contribuido a ello en gran medida el hecho
de que el guión, repleto de clichés y lugares comunes, y de
los defectos, flaquezas e inconsistencias que hubiera salvado
un profesional, venga firmado por el verdadero Antwone Fisher,
que, basándose en sus memorias, pone de manifiesto que su oficio
no es el de guionista. Así, por ejemplo, a lo largo del metraje
sucede a menudo lo que nunca debiera: las costuras de lo escrito
se adivinan tras las imágenes, es decir, los mecanismos empleados
y su finalidad quedan al descubierto para un espectador que,
como un comensal en un restaurante, prefiere cenar sin ver la
cocina.
Por si esto fuera poco, y acorde con esa típica
concepción yankee de que cualquier persona sin importar
su raza, sexo, religión o estrato social puede superar toda
clase de obstáculos y cambiar su vida por penosas y duras que
hayan sido sus circunstancias, el protagonista, guiado y ayudado
por un competente y honesto psiquiatra que se transforma para
el joven en lo más parecido a una figura paterna que haya conocido,
se enfrenta a su sórdido pasado (un cúmulo de desgracias, maltrato
físico y abuso sexual incluidos) y logra salir triunfante. Conflicto
resuelto. Qué bonito, cojámonos de las manos y cantemos al unísono...
Es lo fascinante de este cine americano (por fortuna hay otro):
lo sencillo que lo encuentra todo. Lástima que la realidad se
empeñe con frecuencia en llevarle la contraria.
A lo discutible de su planteamiento, hay que
sumarle además un tratamiento sensiblero y lacrimógeno, que
potencia los aspectos más melodramáticos de la narración, deslizándose
por momentos hacia una tv movie pese a su generosidad
de medios. Y al final, por supuesto, el almíbar inundando la
pantalla, como corresponde en estos casos. En resumidas cuentas,
una película "agradable" que gustará seguro a quienes acuden
al cine a pasar un rato entretenido sin más complicaciones.
A mí, desde luego, no.
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