Ficha técnica

 


Inteligencia Artificial

Pinocho naufraga en Manhattan

Por Juan Antonio Bermúdez

En esta versión futurista de Pinocho con la que Spielberg ha intentado aprovechar una antigua obsesión incumplida de Stanley Kubrick, hay por lo menos tres películas. Y todas ellas tienen su interés y todas resultan insatisfactorias sobre todo si se las compara con otros precedentes emparentados argumentalmente (pienso, por ejemplo, en Blade Runner).

Haley Joel OsmentEn la primera, se planta la historia: una familia acoge al primer prototipo de un robot-niño programado para amar. Se trata de una revisión del ya clásico conflicto de la relación del hombre con las máquinas, que en verdad cubre otras eternas incógnitas humanas sobre la existencia, sus límites y sus remiendos. Pero hay una concreción de ese conflicto en el ámbito de lo familiar, como brillante metáfora de la responsabilidad del creador hacia su criatura.

Haley Joel Osment, excelente durante toda la película, tiene aquí probablemente su mejor momento en una prodigiosa metamorfosis de su rostro cuando su "madre adoptiva", como el dios que sopla sobre el barro, pronuncia una suerte de conjuro que le insufla el amor.

La historia podría no haber salido de este registro hogareño, suficientemente fértil, pero de forma acelerada y superficial da un giro que nos sitúa ya en otra película. Expulsado de su útero familiar, el niño-robot (el juguete que quiere ser real, el hombre de lata que busca un corazón) descubre y nos descubre un futuro desquiciado en el que las máquinas padecen literalmente los excesos de los hombres.

Su particular aventura por ese infierno (tan próximo, tan reconocible) servirá para mostrar algunas de las imágenes más impactantes del filme, como por ejemplo las del basurero de chatarra donde los propios autómatas rebuscan sus piezas de repuesto o las de las "ferias de la carne" (demoledor campo de referencias donde ondean las únicas banderas estadounidenses de todo el filme).

Pero tampoco se decide Spielberg a ahondar más en este plano fascinante de la crítica ficción y la película transita en toda su última parte por el atajo más fácil del cuento de hadas, edulcorado hasta el empacho en una postrera vuelta de tuerca trivial y en un final feliz bastante ñoño.

Queda, sin embargo, en el tramo último de Inteligencia Artificial la desgraciada coincidencia que la va a hacer pasar a la historia más allá de sus méritos. El Manhattan engullido por el Atlántico sobre el que se desarrolla va a quedar, al menos por ahora, como uno de los últimos ensayos de esa iconografía de la destrucción tan cinematográfica y tantas veces obscena.

   

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