Todo llega. E igual que hubo de llegar el día en
que vimos a Jim Carrey haciendo un papel serio (a un excelente
nivel, ciertamente), también tenía que alumbrar aquel en que viéramos
a Tom Hanks interpretando un papel de malo: y ya ha llegado. Dentro
de unos días se estrenará, tras su paso por Venecia, la nueva
y esperadísima película de Sam Mendes (tras su espectacular debut
con American Beauty), esa Camino a la Perdición en
la que Hanks encabeza un reparto cuajado de estrellas (junto a
él, Paul Newman, Jude Law y Jennifer Jason-Leigh en los papeles
principales) y, encarnando a un gánster cuya dureza de gatillo
es inversamente proporcional a las dimensiones de su caché, tendrá
ocasión de reivindicarse como un actor capaz de trascender los
sambenitos y etiquetas que le abruman desde los orígenes de su
carrera.
Ése
parece ser el sino de las megaestrellas, de los miembros de ese
reducidísimo club de los que perciben emolumentos en el entorno
de los 20 millones de dólares, en el que Hanks se halla
confortablemente integrado desde hace ya bastantes años, y no
por motivos caprichosos. Una trayectoria tan extensa como sólida,
de casi veinte años de ejercicio continuado de papeles protagónicos
(debutaba con Splash, allá por el ya lejano año 1984),
y sin apenas altibajos de taquilla (su presencia en el cartel
siempre ha sido garantía de éxito comercial: la vista de su nómina
de títulos resulta, desde esa perspectiva, francamente espeluznante),
a la que se une el reconocimiento casi unánime de público y crítica
(refrendado además con esas dos estatuillas como mejor actor principal,
obtenidas, para mayor mérito, en años consecutivos: 1994, por
Philadelphia, y 1995, por Forrest Gump) son avales
más que sobrados para respaldar su acceso a tan selecto y distinguido
club.
Este nuevo Jimmy Stewart (con tal banda honorífica
se le ha llegado a investir en alguna que otra ocasión) no tendría
por qué plantearse el del encasillamiento como un gran escollo
que salvar, pero, por si cupiera tal peligro, a su conjura se
encamina, una vez más, con este su último trabajo. A la espera
de su confirmación, no caben, a priori, grandes temores
al respecto; Tom Hanks no debe tener excesivos problemas para
conseguir ese objetivo, porque dotes le sobran para ello, y así
lo ha demostrado en esas ocasiones (contadas, eso sí) en que sus
papeles, y el género cinematográfico en que los ha desarollado,
le han brindado la posibilidad de ir más allá de ese registro
amable y bondadoso que, ya desde sus primeras comedias (disparatadas,
pero con un cierto puntito de cursilería), ha constituido su perfil
identificativo, su bendición y su condena.
Recordemos,
sin ir más lejos, dos botones de muestra bien significativos:
su capitán Miller, sufriente y torturado, de Salvar al soldado
Ryan (sorprendentemente, no le valió el Oscar de ese año,
aunque su recital bien lo hubiera justificado); o su Chuck Noland
de Naúfrago, un personaje que, trascendiendo lo anecdótico
de su tour de force fisiológico (esos veinte kilos de "recorrido
de peso"; una vez más, el 20, como número de referencia...), ofrece
aristas y recovecos de enorme sutileza, a los Hanks sabe dar respuesta
de manera ajustada y sin el más mínimo punto de exceso o histrionismo.
Rondando ya la cincuentena, este californiano
de 46 años se encuentra, probablemente, en un punto de madurez
óptimo para emprender el salto definitivo en su carrera, el que
le ha de llevar de la bondad (no sólo en clave de registro, sino
también de calidad interpretativa) a la excelencia. Si es capaz
de hacerlo sin perder, en el camino, sus trazas de chico bueno
-ese vecino que te deja la sal que olvidaste comprar con una sonrisa
en los labios o ese amiguete con el que echas unas cañas el sábado
a mediodía, ¿cómo no asociar a Hanks con tipos como ésos...?-,
habrá alcanzado, como en el circo, el más difícil todavía y, con
ello, su acceso al Olimpo de los más grandes, ése que espera a
los que llegan con bien al final de una carrera densa, fértil
y variada. En ello está el bueno de Tom, y nosotros para verlo
y disfrutarlo...
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